Entrada de diario. Lima, Perú junio de 1989:
'Quiero ayudar a salvar las selvas tropicales, asà que voy de camino a la jungla. Cruzaré los Andes hasta el rÃo Amazonas en una expedición en solitario para construir una balsa de madera de balsa y flotar rÃo abajo a través de las selvas tropicales, encontrarme con indios y cenar en pirañas a medida que avanzo.
Si puedo hacer esto que sólo soñé, entonces puedo guiar a otros en una expedición mucho más grande.
Quiero mostrarle al mundo la magnificencia de las selvas tropicales y mostrar las maravillas de su vida. Para que todos puedan ver lo que la naturaleza le da a la humanidad y sentirse animados a vivir de manera sostenible y feliz en nuestro planeta durante mucho tiempo. Sin embargo, Perú es un lugar muy peligroso. Últimamente Sendero Luminoso ha estado asesinando turistas.'
El avión llegó a las 3.30 y a las 4.00 ya estaba en un taxi camino del hotel. Incluso en plena noche, las calles estaban abarrotadas. HabÃa eslóganes polÃticos y pintadas por todas partes. Las paredes de las fábricas estaban cubiertas de alambre de espino y tenÃan búnkeres para guardias armados con ametralladoras apuntando a las calles como si estuvieran esperando un ataque. Perú daba más miedo de lo que pensaba. Antes de dar un paso desde el taxi hacia el Hotel Crillon, de cuatro estrellas, que habÃa reservado con antelación para sentirme seguro, me rodearon cuatro guardias fuertemente armados con chalecos antibalas. Su misión era llevarme al hotel sin que me atracaran o asesinaran. Empezaba a pensar que los amigos que me habÃan dicho que me iban a matar tenÃan razón: me iban a matar.
Al dÃa siguiente, cuando fui a salir del hotel, los guardias y porteros, temiendo por mi vida, me rogaron que cogiera un taxi. DebÃan de pensar que estaba loco. Comprendà su preocupación. Una multitud de malhechores se habÃa reunido fuera y me di cuenta de que alojarme en un hotel de lujo no era una buena idea. Me sentÃa el blanco de todos los ladrones y atracadores de la ciudad. Estaba nerviosa, pero tenÃa que acostumbrarme al entorno. A donde iba, a los confines de la "civilización", con su abyecta pobreza y el ansia de oro que impulsaba la destrucción de las selvas tropicales, prometÃa ser mucho peor.
HabÃa tanta gente deambulando por las calles que no podÃa concentrarme en lo que veÃa en los escaparates. Siempre miraba el reflejo del cristal para ver si alguien estaba a punto de atacarme por la espalda. El motivo de mi preocupación era real. Los únicos turistas que conocà tenÃan verdaderas historias de terror. Un suizo me contó cómo a él y a un amigo primero unos rufianes intentaron arrebatarles las bolsas de la cadera. Al no conseguirlo, ¡los mismos matones se abalanzaron sobre ellos con bates de béisbol para conseguir lo que querÃan!
El Presidente tampoco corrÃa riesgos. Enormes tanques negros y temibles tropas de asalto rodeaban su palacio. Las tropas vestÃan del mismo negro mortÃfero que los tanques e irradiaban intimidación desde detrás de viseras reflectantes colocadas en siniestros cascos negros.
En las raras ocasiones en que se levantaban los visores reflectantes, veÃa unos ojos mortÃferos y negros. FrÃos como el hielo. FrÃos como la muerte. Cuando miraba a esos ojos, preferÃa la realidad de los atracadores de la calle.
Al cabo de unos dÃas, estaba listo para abandonar la zona de confort del hotel de cuatro estrellas y aventurarme en la naturaleza. Cogà un avión a Cuzco, donde aprendà un poco de español útil. Antes de despegar, le azafata de vuelo y le dijo al tipo que estaba a mi lado: "Señor. Armas por favor".
Sin ningún reparo, metió la mano en su chaqueta y le dio su pistola.
La aventura habÃa comenzado.